Por Ignacio Larraechea L., Director Ejecutivo de Eticolabora
La incorporación de los criterios ASG (Ambientales, Sociales y de Gobernanza) en la gestión empresarial ya no es novedad. Se trata de una tendencia impulsada no solo por ONG o gobiernos, sino principalmente por los inversores. Estos, cada vez más, prefieren proteger su capital de riesgos reputacionales y legales, exigiendo una mayor transparencia y reportabilidad de las empresas. En Chile, este movimiento ha llevado a la Comisión para el Mercado Financiero (CMF) a establecer la Norma 461, que obliga a las empresas que transan valores públicos a informar anualmente sobre su gestión en estas áreas, bajo estándares rigurosos.
Sin embargo, tras algunos años de expansión de los criterios ASG, surge la pregunta: ¿estamos realmente avanzando?
Diversos estudios, tanto en Chile como a nivel global, indican que los criterios sociales han sido adoptados más lentamente que los ambientales. Cuando hablamos de criterios sociales, nos referimos al bienestar de los colaboradores, la agenda de género, diversidad e inclusión, y las relaciones con las comunidades. También incluye la responsabilidad en la cadena de valor y la implementación de las «Directrices de Derechos Humanos y Empresas». Los informes que las empresas han presentado bajo la Norma 461 evidencian importantes vacíos, especialmente en la medición del impacto de estas iniciativas.
Otro aspecto clave es que los criterios sociales han ganado terreno más rápidamente en la comunicación que en la gestión práctica. Muchas empresas promueven su propósito social con sofisticadas estrategias de marketing, pero pocas establecen objetivos claros de impacto social. Aún menos son las que informan sobre el cumplimiento de estos objetivos. Es raro encontrar empresas donde los incentivos de sus ejecutivos estén alineados con metas sociales o ambientales, y casi inexistentes son las que publican abiertamente sus fracasos en estas áreas.
Este fenómeno refleja un comportamiento humano natural: los cambios motivados por el miedo al castigo tienden a ser menos consistentes que aquellos que surgen de una convicción renovada. Las empresas que adoptan prácticas ASG por temor a sanciones, presiones de inversionistas o demandas de empleados y comunidades, suelen integrarlas superficialmente en su estructura y cultura. Se mantienen, por así decirlo, “periféricas”. En cambio, aquellas dirigidas por líderes enfocados en la creación de valor social en una perspectiva de largo plazo, en vez de la maximización de utilidades inmediatas, están integrando los criterios ASG de manera más profunda en su estrategia, políticas y cultura. Y no se trata de “virtudes personales” de “personas buenas”, sino de visionarios que entienden que las claves del éxito empresarial se han transformado profundamente.
El avance de la «agenda social» en las empresas dependerá en parte de cómo el sistema político procese las expectativas de la sociedad y las traduzca en regulaciones. Sin embargo, el camino más prometedor podría estar en que las empresas amplíen y profundicen sus canales de diálogo directo con la sociedad, presentes en sus colaboradores, clientes, proveedores, comunidades locales y las nuevas generaciones que irrumpen con fuerza en todos los niveles. Al igual que en el plano personal, las empresas logran mejores resultados cuando descubren que el verdadero motor del cambio lo llevan dentro.